EL MISTERIO DEL CHEZ ROSTAND (PDF y Online)

"El misterio del Chez Rostand"
de Ana Colchero
Lea a continuación los seis capítulos que componen este folletín
o bien
DESCÁRGUELOS EN FORMATO PDF AQUÍ
(o picando en las portadillas)
https://mega.co.nz/#!s81DWQ5J!wHum4r-O86CnpRN5rLbsnN2Mp_dyUxL9kZSPVlN4ZvE MEGA


Hoy, con la bella noticia de la reconfirmación de nuestra tercera estrella Michelin, la sombra que durante casi un año cubrió Chez Rostand parece desvanecerse. El misterio que ocupó a la policía y a la prensa de todo el país y del extranjero ha dejado sólo un regusto de fascinación mórbida, un halo de intriga y un insaciable ejercicio de especulación.
Pero no todo el mundo conoce los hechos de primera mano como yo y por eso estoy calificado para contarlo.
Las cosas sucedieron, tal como las relato, hace cosa de once meses…



Capítulo I

—Deux canard au miel!! Deux!!
—Oui, chef!!
—Plus fort!! Merde!!
—Oui, chef!!!!!
—Mieux, beaucoup mieux. Autre fois.
—Oui, chef!!!!! —gritamos todos en la cocina.
Gerard Leblanc no toleraba jamás la más mínima distraccion en su cocina. No en vano llevaba diez años conservando sus tres estrellas Michelin. “Mes trois macarons”, se ufanaba en decir cuando podía, que era siempre que tenía a alguien delante. Se entendería como una vanidad fatua si no fuera porque, en verdad, aquel hombre había sudado tanto y tan copiosamente sus tres estrellas que lo menos que podía hacer era alardear de ellas.
El chef Leblanc no tenía vida más que para mejorar sus salsas deliciosas, inventar sus nuevas recetas, sus nuevos sabores... pero una desazón atroz lo atormentó de golpe. Era lo más devastador que podía pasarle, casi más que perder la vista, pues ciego hubiera podido seguir cocinando; pero así no, definitivamente no.
Todo comenzó cuando el chef Leblanc se enteró —con indignación primero, alarmado después— que en dos mesas habían pedido nada menos que ¡la sal!
Pero lo más desconcertante fue que la sacrílega petición se repitió días después. Nunca antes había sucedido que en la misma semana, tres mesas pidieran la sal. ¡Nunca! Él, Gerard Leblanc, revisaba siempre, sin excepción, cada plato que salía de su cocina.
Primero no le dio importancia, y la segunda ocasión, él mismo se presentó en la mesa para preguntar qué pasaba. Volvió furioso, mascullando entre dientes que unos americanos habían osado echarle sal a su comida. “¡Cómo se atreve esa gente bárbara a violentar uno de mis platos con cloruro de sodio!”
Pero cuando a la semana siguiente pasó lo mismo, mi chef cayó en un estado de agitación tan terrible que, sin importarle que fuese la hora pico del servicio de mediodía, se encerró en su oficina junto a la cámara de frío, donde permaneció él solo durante quince minutos, hasta que, tímidamente, entré.
—¡Sal de aquí! Déjame en paz, Jérôme.
Si no hubiera sabido lo mucho que el chef Leblanc me apreciaba, habría sido incapaz de desobedecer una orden suya. Pero yo era el único que se había percatado de lo sucedido y el chef Leblanc necesitaba de mi consuelo a falta del apoyo de alguien más cercano o de mayor rango.
—Chef, sé por qué está usted tan acongojado. Pero no tiene importancia ninguna.
—¿Qué puedes saber tú, si eres tan joven? —dijo descompuesto, el gran Gerard Leblanc.
¿Cómo no sentirme abatido ante la imagen de aquel gigante de la cocina internacional, derritiéndose de angustia como un foie gras sobrecalentado?
—Este es el fin para mí. ¡No hay nada que hacer!
De pie, con los brazos a la espalda y mostrando todo mi respeto, dije con tono enfático:
—Mi chef: sólo es una coincidencia que haya llegado un ignorante con el paladar quemado a pedir sal.
Leblanc me miró con el semblante trastronado.
—No uno, Jérôme. ¡Tres!
Yo, sin abandonar mi firmeza, respondí:
—Nadie se ha dado cuenta, chef. Sólo yo. Se lo aseguro.
Leblanc levantó la vista y me miró como quien implora una respuesta que le salve la vida.
—¿De verdad? ¿Me lo puedes jurar?
—Sí, mi chef. Se lo juro por lo más sagrado, que es mi futuro en su cocina.
El halago combinado con el solemne juramento surtió efecto. Mi chef se tranquilizó un poco. Sin embargo, yo sabía (y él también) que el hecho de que nadie se hubiera percatado del problemón que, al menos momentáneamente, aquejaba al gran chef, no resolvía la cuestión. El conflicto era de órdago. ¡Gerard Leblanc había perdido el olfato!
Alto, delgado, aún correoso por el ejercicio diario y la buena alimentación, el chef Leblanc era, sin embargo, frágil y delicado como una coquille de Saint-Jacques. “Sí, como todo chef de renombre”, diría cualquiera; pero no, él superaba con creces el tópico establecido con solidez entre los cocineros del mundo: Leblanc era mortalmente inseguro. Tanto, que el fantasma de Bernard Loiseau (chef que se suicidara por el temor, después se supo que infundado, de perder una de sus estrellas) rondaba siempre la mente inestable del gran Gerard Leblanc
Y esto lo sabía y lo alimentaba, como salsa a fuego lento, su más acendrado enemigo y, a la vez, su más cercano colaborador, el chef respostero del Chez Rostand, Pierre Cherel, hombre de personalidad tan opuesta al chef Leblanc como la cocina tradicional y la molecular.
—Uno de los míos me traicionará –se atormentaba el buen Leblanc—. Irá corriendo a contárselo al gordo inmundo de Cherrel.
Claro que yo comprendía que el temor más punzante de Leblanc era que su adversario y mancuerna culinaria —dupla gracias a la cual Chez Rostand había alcanzado el prestigio indiscutible que sustentaba— se enterara de que en tres ocasiones habían pedido la sal en el comedor. Y sí, “seguro que ya se habrá enterado”, pensé yo. Nadie sabía cómo, pero aquel hombre tenía orejas en cada sartén, en cada colador chino. Como si las langostas, en lugar de estar ahí tan campantes en la pecera, estuvieran atentas a todo lo que el chef Leblanc hacía para contárselo más tarde a Cherel.
El chef Cherel, obeso, más bien corto de estatura, colorado y de perenne sonrisa sardónica, estaba provisto de una confianza sin resquicio en su propia valía. De poder inaugurar la era de los restaurantes basados exclusivamente en productos de repostería, él hubiera sido el primero en abrir sus puertas. “Lo siento, mi querido Leblanc, la gente viene por mis postres, aunque para ello tenga que comerse antes tus pobres e insípidos platos”, decía riendo a voz en cuello al entrar a su estación cada mañana; feliz de gritar, disfazada de chiste, la verdad de lo que pensaba.
Todos en el oficio conocemos, sufrimos y compartimos la eterna rivalidad entre nosotros (los chefs) y los chefs resposteros; pero en el Rostand esto era mítico. Tanto, que Cherel no perdía ocasión para decirle a la prensa que las estrellas eran suyas, que el pobre Leblanc era un mero comparsa, el acompañamiento en un buen plato, como las papas fritas o las espinacas a la crema, y que el único género que merecía la pena comer en Chez Rostand era el de los postres.
En honor a la verdad, Cherel era un repostero extraordinario, pero sólo tan extraordinario como puede ser un respostero, ya que este arte, si bien es excelso, es uno muy inferior a la cocina y esto no tiene vuelta de hoja. ¿Cómo se va a comparar el talento que se requiere para lograr una salsa perfecta con la rutinaria y nada intuitiva cocción del mejor de los pasteles? Tanto de harina, tanto de azúcar, tanto de tal y de cual, y después todo a la mezcladora, y luego, al horno por tanto tiempo y ni un minuto más. ¡Bahh! ¡Todo medidas y tiempos! ¡Cero pasión, cero improvisación, cero innovación!
Por eso era una indignidad y una falta total de proporción que el chef Cherel quisiera pasar siempre por encima de mi chef Leblanc, que era uno de los grandes de Francia.
“¿Y ahora yo cómo hago para infundirle confianza a mi chef?”, me dije al ver a mi mentor tan desconsolado. Aunque yo era consciente de que durante las últimas dos semanas los platos habían salido sosos al comedor. Sí, así era, aunque me doliera en el corazón admitirlo (y me hubieran matado en la tortura antes de revelarlo a nadie), los platos habían salido sosos; uno de los peores fallos en alta gastronomía, casi tanto como salarlos.
—Chef —le dije en tono firme y confiado—, me parece que tiene usted un problema de sinusitis.
Leblanc tardó unos segundos en reaccionar a mis palabras, pero al fin sus dulces ojos azules se iluminaron con un rayito de esperanza.
—¿Sí? ¿Tú crees?
Asentí con una seguridad que no era verdadera, pero que fingí mostrando una total convicción. “Si es necesario, yo seré su lazarillo gastronómico”, pensé.
—Eso debe ser —suspiró aliviado—. ¡Pero qué alarmista soy, por el amor de Dios! Si ya me lo decía mi madre en nuestra casita de Sète: “Eres un exagerado, Gerard”.

El chef Leblanc entornó los ojos como evocando su infancia en el Midi junto al mar, viendo amanecer en el cimetière marin mientras leía a su amado Paul Valéry, y cocinando en la playa pescado recién salido del Mediterráneo.

Sí, todo eso lo sabía yo desde mi época de la academia, pues había investigado a fondo la vida del que ansiaba pudiera llegar a ser mi mentor. Toda la inseguridad de mi chef nacía de aquella infancia sin padre, pegado a las faldas de esa madre que, desde su residencia de ancianos en Montpellier, aún parecía vigilar, como si la tuviera mirando sobre su hombro, las sublimes creaciones que día a día realizaba su famoso hijo.

—Sí, chef, eso es —dije yo—. Una desafortunada sinusitis. Hasta al mejor chef le puede dar en una etapa de su vida. ¿Pero no ha visto el clima espantoso en el que vivimos?

Aquel hombre, que un momento antes había sido carne de suicidio, se agarró a ese clavo ardiendo que era mi suposición bienintencionada, pero mal fundamentada.

—Claro, Jérôme, claro. Tiene usted razón. Una sinusitis.

—Mi chef, usted descanse y yo me encargaré de la sazón. ¿De acuerdo? Revisaré cada plato si me lo permite mientras usted se atiende esa dolencia pasajera.

Gerard Leblanc sonrió consolado.

—Bien, Jérôme. Bien. Pero discreción, mucha discreción —me pidió, guiñándome un ojo.

—Una tumba, mi chef. Seré su siervo más fiel.

Se pusó en pie y se alisó la filipina.

—Tomaré el tren a Ginebra esta noche y haré que me revise el médico de mi cuñado. No confío en ningún doctor parisino. Todos serían capaces de vender mi alma a cualquier periodista.

—Vaya tranquilo que, como su sub chef que soy, cuidaré siempre sus espaldas con el mayor celo.

Con un semblante tenso en el que se dibujaba, sin embargo, una impostada sonrisa, Gerard Leblanc salió a enfrentar su destino. Sólo era una sinusitis que debía tratar y punto.

Yo salí trás él, bien resuelto a emprender mi delicada labor de la manera más discreta y eficiente.

—¡Silencio todo el mundo! —gritó mi chef Leblanc.

Los veintitrés miembros de la cocina del Chez Rostand pararon toda actividad al momento en que su comandante dio la orden. El único murmullo que se escuchó fue el globo de Cherel, quien siguió durante unos tensos segundos batiendo unas claras. Leblanc, con los ojos inyectados de rabia por la rebeldía de Cherel, clavó su mirada en el chef repostero que finalmente detuvo su labor y sonrió con socarronería.

—Saldré a hacer unas diligencia y dejo al sub chef Jérôme a cargo hasta mi regreso.

—Oui, chef!!!!! —exclamaron todos al unísono.

Yo no bajaba la guardia y observaba a cada uno de mis compañeros para comprobar cuánto sabían.

Nada.

Nadie parecía hacer percibido el problema de mi chef Leblanc. Pero cuando todos volvieron a su trabajo, el fanfarrón de Cherel permaneció mirando con los ojos como puñales, una sonrisa hierática en su orondo y diabólico rostro, a Leblanc. Cuando mi chef se cruzó con aquella mirada, se detuvo y, orgulloso, le lanzó a Cherel destellos de desprecio. Entonces vino el golpe bajo, el definitivo: Cherel, sin quitar la mirada provocadora de Leblanc, levantó su mano gordezuela, la puso delante de su nariz y agitó el salero que tenía entre sus dedos. Vi cómo mi chef demudaba el semblante y creí que se iba a desvanecer. Corrí a sostenerlo de un brazo y lo conduje sin hacer ningún aspaviento a la cámara de frío.

—Vaya a Suiza y no se preocupe por nada, mi chef. No haga caso de este seboso buscapleitos.

Leblanc no articuló palabra. Obedeció dócilmente y en un rato más se había marchado del Rostand dejando bien colgada en su percha la filipina con sus nobles iniciales.

Tomé control de la cocina como si nada hubiera sucedido y el servicio transcurrió sin novedad, aunque de vez en cuando sentía la mirada penetrante de Cherel clavada en mi espalda. “No le daré el gusto de caer en su provocación”, me dije y seguí mi trabajo sin responder al desafío.

 

 

A la mañana siguiente, los empleados fueron llegando y tomando sus posiciones en la cocina que yo tenía ya bien dispuesta en ausencia de mi chef Leblanc. Todos trabajábamos tranquilamente cuando el sub chef repostero me llamó aparte para decirme que Cherel aún no había llegado.

—Qué raro —comenté.

—Sí, nunca en cinco años que llevo aquí, Cherel ha faltado sin notificarme para darme instrucciones. Estoy un poco preocupado.

—Notifícale a monsieur Braque y mientras tanto hazte cargo de la estación.

—Sí, chef.

Ni que decir tiene que aquel turno fue toda una locura.

Y es que en ese momento, los miembros de la familia que formaba el Chez Rostand aún no sabían que el chef repostero Cherel había desaparecido para siempre.




 




Capítulo II




Antes de arrancar el servicio del medio día, el bueno (pero siempre excitado y grandilocuente) Monsieur Braque me llevó con solemnidad a la oficina de mi chef Leblanc para exponerme la situación.

Sous-chef de Valentin, como podrá usted apreciar, necesitamos de toda su entereza para sacar adelante este servicio —dijo, moviendo las manos con los profusos ademanes que lo caracterizaban—. El chef Cherel no aparece por ninguna parte y el chef Leblanc tampoco responde a su teléfono portátil. Me avisó que volvería jueves o viernes, pero… ¡tomarse un par de días libres en estos momentos!  —exclamó lanzando los brazos al cielo.

—Lo sé —intervine con gesto comprensivo.

—En fin, que estamos en una situación crítica como nunca antes en esta casa.

Yo, Jérôme de Valentin, con la templanza que me caracteriza desde mi más tierna infancia, posé mi mano firme y solidaria en el hombro de uno de los más concienzudos y entregados maître d´hotel de la industria culinaria.

Monsieur Braque, el servicio se desarrollará igual que si estuvieran presentes los dos chefs ejecutivos de esta cocina. El sous-chef Leiva lo tiene todo controlado, lo mismo que yo, por supuesto.

Bien, bien suspiró aliviado Braque y llevó sus largas y nervudas manos al pecho—. Me alegro y confío plenamente en usted. 

—¿Alguien sabe qué ha pasado con el chef Cherel? —pregunté con gran consternación.

—Nadie sabe nada. Como si se lo hubiera tragado la tierra —respondió—. Madame Cherel, su esposa, está desconsolada. No sabe de él desde que ayer por la noche le llamó para decirle que llegaría tarde.
—Qué extraño, yo lo vi en su estación antes de retirarme como a eso de la una y estaba perfectamente... Pobre Madame Cherel.
—Pobre, sí, pero esa desquiciada italiana, porque lo es, amenaza con presentarse aquí esta tarde. ¡Imagínese! —se llevó las manos a la cabeza—. Con los problemas que tenemos...


En busca de solaz y complicidad, me dirigí a mi pequeño armario, acaricié el viejo ejemplar de mi chef Escoffier[1] y mirándolo fijamente, le dije: “Ningún contratiempo me va a hacer faltar a mis obligaciones. Mon chef, cuide de mí”.
Me vestí con la más limpia impoluta, diría yo de mis filipinas y me presenté en la cocina con determinación de general para organizar a mi regimiento.
—Tenemos que dar el mejor servicio. ¡El mejor! Vamos a demostrar de lo que somos capaces, así que ni un solo fallo.
Oui, chef! —exclamaron todos al unísono.
Monsieur Braque iba y venía del salón a la cocina con un aire de suficiencia que no se le había visto nunca. Debo reconocer que Braque estaba mucho más alegre trabajando codo a codo conmigo que con mi chef Leblanc; hasta podía pensarse que la ausencia del chef ejecutivo le sentaba bien, y no digamos la del chef pâtissier, que lo alteraba siempre que cruzaban palabra.
Tan suelto se encontraba Braque que me guiñó el ojo en dos ocasiones al mencionar los elogios de los comensales a la sugerencia del día: boulettes avec choux fleurs à huile de truffe.
Pero el buen maître d´hotel me puso en un aprieto al recomendar con demasiado entusiasmo la especialidad del día. A medio servicio, el chef tournant me abordó sin tacto alguno y delante de todo el mundo me dijo:
—Chef, se ha terminado el filete de cerdo para las boulettes.
Silencio total. Todos detuvieron su labor; pudo oírse un suspiro general a causa de la expectación. Pero no en vano, yo soy Jérôme de Valentin. Y estoy orgulloso de poseer muchos recursos.
—¿Qué hace todo el mundo? ¡A trabajar! —exclamé con voz sonora. Y a continuación ordené al chef tournant—: Hazte cargo un momento, ahora mismo vuelvo.


Cuando regresé triunfante con un buen paquete de carne en las manos, cuál fue mi sorpresa al encontrarme a Eugenia Cherel frente a mí, con los ojos arrasados en lágrimas.
—¿Dónde está? Dígame dónde está mi Dominique —imploraba Madame Cherel, mujer guapa donde las haya e imposible de imaginar como amante amorosa del gordo desagradable de su marido. Pero ahí la tenía yo, deshecha por la pena,  clamando por su presencia.
Pero aquella mujer no había llegado sola. Por encima de su hermosa cabeza, un hombre, observaba la escena sin expresar la más mínima emoción.
Madame Cherel, ¿no es verdad? —pregunté.
—Sí, esa soy yo —respondió con su marcado acento italiano—. Dígame ahora mismo dónde se encuentra ese malvado de Gerard Leblanc. Él se llevó a mi Dominique.
—No tengo la menor idea de dónde está, Madame.
—Conozco muy bien a los cocineros, sé que jamás se van a ninguna parte sin avisar a sus sous-chef, son para ellos más importantes que sus propias esposas y él ni siquiera tiene una. Así que dígamelo ahora mismo, porque lo denunciaré como cómplice de un secuestro.
—¿Pero qué dice usted, Madame? —exclamé desconcertado.
El hombre altísimo, y con expresión de aburrimiento perpetuo, habló en tono sosegado:
—Calmémonos, Madame. A petición suya y concediendo lo extraño de la ausencia de su esposo, he accedido a venir para comenzar las indagatorias. Por lo tanto, le suplico que me permita proceder.
—Soy el sous-chef Jérôme de Valentin —dije—. ¿Señor…? —pregunté respetuosamente, al ver que aquel hombre no tenía la educación de presentarse.
—Inspector Ferragus —respondió lacónico.
Sin prisa, volteó su mirada de lince a su alrededor y cuando hubo recorrido la circunferencia, se dirigió a Monsieur Braque que se encontraba agazapado detrás del chef sausier con expresión de terror.
—¿Dónde puedo instalarme para llevar a cabo los interrogatorios a los empleados de esta cocina?
—¿Interrogatorios? ¿Cómo? ¿Por qué? —respondió con un hilo de voz el maître d´hotel.
—Bueno, si lo prefiere, llamaré a cada uno de ustedes a la comisaría—propuso con una voz pausada y resopló como un caballo.
—¡Oh, no! Imposible, en unas pocas horas comienza el servicio de cena —respondió, horrorizado, Monsieur Braque.


El remanso que debía ser la oficina de mi chef Leblanc se tornó en un abrir y cerrar de ojos en vulgar recinto policíaco. En el sillón de dos plazas, preciosidad del siglo XIX que mi chef había adquirido en Toulouse, estaba semi recostada la bella Eugenia Cherel, cubierta por su abrigo de piel. No pude menos que reconocer que la tristeza le sentaba muy bien a aquella mujer.
El personal empezó a mostrar señales de nerviosismo de sólo pensar que empezarían a desfilar hacia el interrogatorio, y crecía por momentos el desasosiego en esa, hasta hacía nada, sagrada cocina. “Son como niños”, me dije molesto, “ante cualquier cambio en la rutina, se desquician”.
Para dar ejemplo a mis soldados le pedí al policía que me permitiera ser el primero en responder a sus molestas preguntas. Cuando por fin el inspector terminó de tomarse un expresso bien cargado, mi ánimo, aunque caldeado por los efectos de tanta contrariedad, se mantuvo imperturbable y entré con pie firme al espurio cuartel general del tal inspector Ferragus.
Madame Cherel —indicó el agente de la ley—, haga el favor de esperar fuera.
La hermosa Eugenia me suplicaba con la mirada que la defendiera de esa expulsión. ¿Pero qué podía hacer yo ante este energúmeno? Nada. Sólo entorné los ojos manifestando mi impotencia. “¡Qué mujer!”, me dije al verla salir envuelta en su manto gris plata, con la cabeza muy alta, orgullosa y digna, sobreponiéndose a esa humillación y a su pena.
El inmenso Ferragus cerró la puerta de golpe y volvió al sillón giratorio de mi chef Leblanc. Señaló la silla delante del escritorio y me indicó que me sentara.
—Estoy bien de pie —repliqué con dignidad.
—Siéntese —ordenó con una mueca de hastío.
Resignado a lo inevitable, me senté y miré de frente a Ferragus.
—¿A qué hora salió usted del restaurante ayer? —preguntó, y anotó algo en una libretita grasienta.
—A la una de la madrugada.
—¿Quién más quedaba en la cocina?
—Antes de bajar a los vestidores a cambiarme, recuerdo haber visto a alguno de los camareros, quizá uno a dos ayudantes de cocina, al chef rótisseur y al chef Cherel.
—¿Siempre baja usted a mudarse de ropa antes de salir?
—Por supuesto —repuse sorprendido—. No pensará que voy a ir por las calles en uniforme.
—Yo no pienso nada, señor —replicó Ferragus—. ¿En qué lugar estaba Cherel cuando lo vio por última vez?
—Eso es lo extraño, inspector… —respondí en voz baja como quien revela una delicada confidencia—. No fue en la cocina. Lo vi cuando iba yo hacia la parada del autobús nocturno. Caminaba delante de mí por el bulevar Malesherbes, y lo recuerdo bien porque me resultó indigno de un chef salir a la calle con el uniforme como todo atuendo, sin siquiera ponerse el abrigo, que llevaba colgado del brazo.
—¿Está usted seguro de que era él?
—Por supuesto, su fisonomía es bastante inconfundible, aunque se le vea por detrás.
—¿No le dijo usted a Braque que fue en la cocina donde lo había visto por última vez? —preguntó el inspector suspicaz.
—Sí, me reservé esa información, porque la verdad, inspector, me parecía susceptible de chismorreo por las implicaciones que tiene. ¿Me comprende?
—No —respondió y me miró con tedio—. No lo comprendo.
—Verá usted, inspector, el chef Cherel no caminaba solo, sino con una mujer. Joven y bien formada. Al menos, eso me pareció al verla de espaldas, si sabe lo que quiero decir...
Ferragus entrecerró los ojos, como reflexionando, y dijo:
—Podía ser cualquier compañera de trabajo del chef.
—Inspector, el chef Cherel tiene una reputación bien ganada de Casanova, aunque le parezca mentira. El último gran escándalo se dirimió en la notaría, como todo el mundo sabe, ya que el chef, para apaciguar a su esposa, cambió su testamento y la favoreció considerablemente.
Ferragus tomó nota, torció los labios y volvió a mí.
—Ahora dígame dónde está el chef Leblanc. Usted lo sabe y es mejor que me lo diga.
Erguí la cabeza y sabiendo las consecuencias de mi insubordinación ante la autoridad, respondí:
—Jamás revelaré el paradero de mi chef. ¡Nunca! Él me pidió discreción y así me pongan frente a un pelotón de fusilamiento, guardaré silencio.
El inspector dio un manotazo en el escritorio e hizo un mohín de disgusto.
—Flaco favor le está haciendo a su jefe, de Valentin, pero peores son las molestias que me acarrea su tonta fidelidad.
Ni siquiera me ofendieron esas necias palabras. Me recargué con mucha dignidad en mi asiento y permanecí inconmovible.
—De Valentin,  todo el mundo sabe el odio que se tienen los dos chef —dijo el inspector—. Así que, al no tener coartada, Leblanc se ha convertido en mi principal sospechoso, como usted imaginará.
“¿Cómo ayudar a mi chef sin descubrir su secreto?”, pensé angustiado.
—Según me ha dicho Braque —continuó Ferragus—, nadie vio salir de los vestidores a Leblanc. Se han hecho las indagatorias y ni el portero ni sus vecinos lo vieron ayer después de que supuestamente saliera de aquí.
¡Sí, esa era la solución para salvar a mi chef!
—¡Entonces, ambos están desaparecidos! —dije—. ¡Qué horror!
—No se haga usted el chistoso, de Valentin. Leblanc le encargó a usted la cocina delante de todo el mundo, y más tarde el chef llamó a Braque para avisarle de que se ausentaría un par de días.
—Con más razón no puede ser sospechoso —apunté—. Sería demasiado torpe desaparecer al mismo tiempo que Cherel.
En lugar de indignarse por la maraña en que empezaba a convertirse aquel caso, Ferragus por primera vez manifestó una chispa de interés en la mirada. Ya no estaba tan aburrido.
—Retírese y mande pasar a Leiva —ordenó Ferragus con una leve sonrisa de placer en los labios.
A punto de abrir la puerta para ocuparme por fin de mis obligaciones, vi a Madame Cherel que venía disparada hacia la oficina de mi chef Leblanc como si de un torbellino se tratara.
—¡Inspector, inspector! ¡Aquí está la prueba! —clamaba, moviendo airadamente una prenda color camello.
—Explíquese, Madame —pidió Ferragus, que se había acercado a la puerta a ver qué pasaba.
—¡Este es el abrigo de mi Dominique! Estaba en su armario, en los vestidores.
El inspector tomó la prenda y la revisó a conciencia mientras le preguntaba a Eugenia Cherel:
—¿Cómo abrió usted el armario?
—En previsión de lo que pudiera pasar, traje de casa una copia de la llave. Él no se hubiera marchado jamás sin su abrigo… ¡Nunca salió de este restaurante maldito donde todos lo odian por ser el mejor chef de Francia!
Ferragus se giró hacia mí y, con sonrisa maliciosa, levantó las cejas y asintió, como quien ha dado con algo importante:
—Así que usted vio a Cherel por la calle con su abrigo en el brazo, ¿no?
Yo me quedé mudo. Eugenia Cherel nos miró con desconcierto, alternativamente a Ferragus y a mí.
—Ahora ya tenemos un firme sospechoso —dijo el inspector—. Jérôme de Valentin, será mejor que vuelva para adentro. Tiene mucho que explicar.



1 Auguste Escoffier (1846- 1935), cocinero francés, que sistematizó los métodos de la cocina francesa tradicional. Su libro Ma cuisine es herramienta de todo chef que se precie.

  


Capítulo III 

—¡Sí, explíquese ahora mismo! —clamó Eugina Cherel, desencajada y apremiante en mitad de mi cocina.
Madame, calmémonos —pidió enfático Ferragus, y con la mirada me indicó que entrara a su improvisado cuarto de interrogatorios.
Pero aquella impetuosa mujer interrumpió a gritos al inspector:
—¡Ah, no señor, esta vez no me echará usted! —se plantó con decisión la bella esposa del chef Cherel—. Este hombre tiene que explicar delante de mí por qué ha mentido. ¡Él es el culpable de la desaparición de mi marido, eso está claro!
Madame, se lo ruego —dije yo, indignado.
—Nada, nada. ¡Explíquese usted delante de todos! ¡Admita que es culpable! —insistió.
Madame Cherel, es mejor que permanezca aquí mientras yo interrogo a… —explicó Ferragus.
—¡No quiere que esté presente porque piensa coludirse con él para dejarlo en libertad!
Ferragus visiblemente molesto, barrió con la mirada a todos los mirones alrededor de la escena, y con una expresión mordaz en los labios y un ademán con la mano que significaba un “allá usted”, repondió a la mujer:
—Pues ya que se pone así Madame… Hable, de Valentin —me ordenó a mí—.  Díganos cómo vio usted a Cherel por la calle con su abrigo del brazo, si su abrigo nunca salió aquí.
Me recompuse, levanté la cabeza muy alto y dije con magnanimidad:
—Yo hubiera preferido que usted no se enterara, Madame, pero como ordenen...  Ya se lo dije al inspetor: vi al chef Cherel ayer por la noche con un abrigo negro en el brazo derecho…
—¡Ve cómo miente este hombre, inspector! ¡Mi marido no tiene ningún abrigo negro! Usted le hizo algo terrible a mi Dominique, si no ¿por qué iba a mentir?
—Yo no miento Madame —repuse, sin dejarme alterar por sus palabras—, sólo me precipité al concluir que ese abrigo era del chef Cherel y no de la mujer que iba colgada de su otro brazo. Como ella no llevaba abrigo ninguno, dejaba ver sus armoniosas y jóvenes formas.
Madame Cherel abrió desorbitadamente sus hermosos ojos verdes, su respiración comenzó a agitarse y cuando se iba a desvanecer, Ferragus, con dominio maestro, la sostuvo con su largo brazo y la condujo casi a rastras al sofá de mi chef Leblanc.
Se armó el zafarrancho en la cocina, como era de esperar. Cocineros, ayudantes, friegaplatos, todos abandonaron sus obligaciones y comenzaron a murmurar entre sí. “Cualquier pretexto es bueno para la dispersión”, me dije.
—¡A trabajar todo el mundo! —grité en tono marcial.
Pero mi autoridad se había resquebrajado por la sospecha de la que era objeto y nadie me respondió con el “oui, chef” digno de la orden que había dado y de la jerarquía que ostentaba en aquel momento. Para colmo, Ferragus empeoró las cosas al exigirme con voz tan alta como la mía:
—¡Entre de una buena vez, de Valentin!
Respiré profundamente para compensar la crispación de la cual empezaba a ser presa. Miré con desdén al policía que me vituperaba delante de mi personal y me encaminé orgulloso al despacho.
Esperamos unos segundos a que Eugenia Cherel se repusiera del todo. Cuando se hubo incorporado, me lanzó una mirada de reprobación casi lastimosa y rompió en un llanto suave.
—Tranquilícese, Madame —rogó Ferragus con expresión de desagrado y consternación al mismo tiempo—. No ganamos nada llorando.
Madame Cherel levantó el rostro y sin dejar de sollozar, dijo:
—Claro, como usted no está pasando por esta tragedia... Mi Dominique se ha ido definitivamente con una de sus amantes. De nuevo la traición. ¿Cómo pudo hacerme una cosa así? ¡Me había jurado que nunca más!
—Madame, no tenemos prueba alguna de que su marido haya huido a ninguna parte —respondió Ferragus, pues quizá creyó que ese razonamiento la tranquilizaría.
—¡Entonces está muerto! ¡Inspector, tiene que buscarlo!
—Lo que tenemos que hacer es esperar —repuso el inspector—, pues su marido aparecerá en cualquier momento.
—¡¿Es que no comprende que no sabemos nada de él desde hace casi veinticuatro horas?! —exclamó con tono casi histérico—. ¡Él jamás abandonaría su cocina, ni a mí! No le conviene. ¡Entiéndalo!
Ferargus cerró un momento los ojos en busca de sus pensamientos, ensordecidos por los gritos de Eugenia Cherel.
—Muy bien —dijo resuelto Ferragus—. De Valentin, lléveme al lugar de trabajo de Cherel y a su armario. 
—Inspector —dije para llamar la atención del hombre que había abierto ya la puerta y me daba el paso para que lo guiara—, yo quería decirle que…
—Lo único que quiero de usted ahora es que me lleve adonde le he pedido y guarde silencio, que aún no ha quedado usted libre de sospecha.
Hice un ademán con los dedos indicando que no volvería a hablar. “¿Qué se ha creído este policía tan engreido y tan desatinado?”, me dije.
Eugenia Cherel se incorporó y, como caballero que soy, le cedí el paso y caminé junto a ella. Seguidos por el inspector, me acerqué casi al oído de la dama y le dije:
Madame Cherel, lamento profundamente haber alterado su ánimo revelando ante usted tan desagradable verdad. Una mujer de su nobleza y hermosura debe estar siempre lejos de la vulgaridad y merece que la traten siempre como una reina.
Un destello de sorpresa y complacencia iluminó el rostro hasta ese momento consternado de Eugenia Cherel, y dejó caer sus largas pestañas en señal de agradecimiento.
Leiva estaba terminando la mise en place en la estación del chef Cherel cuando interrumpimos su concienzuda labor. Ferragus, con sus casi dos metros de estatura y su poca prestancia, era la viva imagen de la grosería entre todos aquellas preciosidades y delicias. Cuando Leiva lo vio acercarse, cubrió con su torchon los ingredientes en la encimera para que no fueran contaminados por la presencia del rupestre inspector.
—Leiva, dígame si notó ayer algo inusual en el comportamiento de Cherel —preguntó Ferragus a bocajarro.
—Nada en absoluto —respondió Leiva con su gélida voz.
—¿De qué hablaron la última vez que lo vio?
—De la preparación de los cannoli. Me dijo que hiciera todo el proceso de sus famosos cannoli y que él les daría el toque final, secreto que nunca me ha revelado. Ahora mismo me veo en un aprieto terrible, pues para el servicio de la cena no tendré los cannoli con el particular sabor que caracteriza a los del chef Cherel… Una gran contrariedad.
—¿Lo ha dejado alguna vez Cherel en esta situación, Leiva?
El sous-chef pâtissier se acercó al inspector con el inteligente propósito de alejarlo un poco de su mesa y resguardar la integridad de sus ingredientes, y le dijo con un tono de seguridad que no dejaba lugar a dudas:
—Mire, señor, no he podido evitar escuchar la suposición de que el chef Cherel se ha fugado con una mujer… y eso es una increíble estupidez.
—¿Por qué lo dice? —preguntó Ferragus, intrigado.
—Por una razón incontrovertible: el chef Cherel podría abandonar hasta su precisadísimo Jaguar XF por una mujer, pero jamás, y mire lo que le digo, jamás, su estuche de cocina.
Ferragus hizo un gesto de extrañeza en el que se apreciaba claramente que no tenía ni idea de lo que significan las herramientas de trabajo para un chef.
—¿Y dónde está ese dichoso estuche, Leiva?
En lugar de responder, el sous-chef giró y se dirigió al fondo de la estación. Se agachó y con sumo cuidado sacó del úlitmo cajón el maletín color plata que todos conocíamos tan bien, pues era casi un apéndice del chef Cherel.
—Nunca se separa de él. Lo trae de su casa todas la mañanas y se lo lleva de vuelta por las noches. Cualquiera en esta cocina se lo puede decir. Si el estuche está aquí es poque mi chef Cherel está aquí también.
—Pero mi buen señor —río Ferragus—, es perfectamente natural que con el entusiasmo de su conquista se olvidara del maletín.
—No diga usted tonterías —repuso Leiva, airado—. Es como si usted creyera que un policía olvidaría su pistola al huir con su amante.
El inspector se quedó sumamente pensativo. De golpe él y la bella Eugenia me lanzaron una mirada acusadora.
—El abrigo y ahora el maletín —dijo el inspector—. De Valentin, ¿sigue usted asegurando haber visto al chef Cherel por la calle esa noche?
La maraña seguía tejiéndose entorno a mí; y no parecía que hubiera forma de zafarse de ella.





Capítulo IV 

—No tengo la menor duda —respondí con firmeza—. ¿Cómo podría yo confundir la figura del chef Cherel con ninguna otra?
—De noche, después de una larga jornada, es muy posible, no me extrañaría —razonó el inspector—. Además, esta es una zona repleta de restaurantes y por tanto, de chefs.
Ferragus se tomó su buena media hora en interrogar en plena cocina al personal, y consumió nuestro precioso tiempo sin que pudiéramos casi trabajar en la preparación de la cena. Con Braque a su costado, pegado como una lapa en previsión de que el torpe policía hiciera algún desaguisado en las estaciones, mi brigada respondió a todas las preguntas, y cuando por fin aquel hombre hubo reconstruido los movimientos del chef Cherel, nos dijo en un aparte a Braque a Madame Cherel y a mí:
—Nadie vio a su marido abandonar el edificio. El ayudante de cocina, Rupert, apagó las luces y fue el último en ver a Cherel, que iba rumbo a los vestidores. Pero como él no bajó, nadie sabe qué fue del chef después de que llegara ahí.
—Si bajó a los vestidores, es obvio que fue para mudarse de ropa —replicó convencida Eugenia Cherel y dirigiéndose a mí, dijo—: ¡Así que es imposible que usted lo viera en filipina por la calle!
Pero Ferragus no hizo caso a las palabras de la dama y se enfiló hacia la escalera de servicio por donde se llega a los vestidores, al almacen general de provisiones y a la gran cámara de frío donde se conservan las materias primas perecederas.
Braque corrió tras el policía que nos gritó que lo siguiéramos, sin siquiera girarse. “Hombre ordinario”, pensé yo, pero obedecí sin chistar para ver si terminábamos de una vez.
—A la izquierda están los vestidores y a la derecha, el área de almacenamiento —explicó Braque al inspector.
Ferragus se detuvo en el pasillo y miró con curiosidad la zona que tenía a su diestra.
La división brusca entre las dos áreas puede ser desconcertante para un neófito del mundo de la hostelería. Por un lado, la limpieza de los vestidores, y por otro, la aparente falta de higiene y el caos de una zona tan ajetreada y cruda (en sentido real y figurado) como la de recepción y almacenamiento de materias primas.
—A los vestidores —ordenó policía—. Después vendremos aquí.
Braque le mostró al inspector la hilera de armarios mientras la bella dama y yo los seguíamos a corta distancia. Ella evitaba mi mirada, que suplicaba mi exoneración, mas en una esquina de su linda boca se dejó entrever —estoy seguro— una dulce sonrisa que decía que me daba el beneficio de la duda.
En los vestidores nos encontramos sólo a un commis terminando de acicalarse, y Braque le indicó con la sola mirada que se apresurara.
Todos nos acercamos a la esquina donde tanto mi querido chef Leblanc como el chef Cherel tenían sus armarios, los más grandes de todos, por supuesto.
Madame, abra el armario —pidió Ferragus.
Con sus delicados dedos, Eugenia Cherel manipuló la llave del mueble que mostraba un letrerito en el que se leía: “Chef Cherel”, pero el cerrojo se resistía.
—¿Se ha equivocado de llave, Madame? Pero si usted sacó de ahí el abrigo hace sólo un rato —dijo el inspector, impaciente—. ¿No tiene usted una copia, Braque?
—¡Qué impertinencia, inspector! —respondió el maître d´hotel—¿Cómo voy a tener una copia del armario del chef?
—Además —señalé—, recuerde que hace dos días cambiaron todas las cerraduras y sólo nos dieron una llave a cada uno.
—Repita usted eso —me exigió Ferragus.
Yo le expliqué que a causa de un par de robos que se habían cometido en esos días (sí, hay que reconocerlo con entereza: ¡robos en Chez Rostand!), la administración había decidido cambiar todos los cerrojos para cortar de raíz el problema y sólo se nos había dado una llave por armario.
El inspector me miró altamente intrigado, mientras Madame Cherel seguía luchando con la cerradura. Luego, el policía se giró hacia el armario y siguió con interés el forcejeo de la dama.
—De aquí saqué el abrigo, sí, pero hace un rato no estaba así esta puerta.
—Qué extraño —replicó con ironía Ferragus, que se había puesto en jarras en espera del desenlace.
La mujer estaba cada vez más nerviosa, por lo que me sentí obligado a auxiliarla.
—Permítame, Madame —y tomé la llave—. Vamos a ver.
En menos de cinco segundos el cerrojo cedió y todos pudimos ver la impudicia de armario que ostentaba el chef Cherel: revistas de gastronomía junto a unas de baja estofa con mujeres en paños menores; una botella de pisco peruano (¡con los magníficos cognacs que tenía a su disposición aquel hombe!), y lo peor, la vergüenza: ¡una caja de rosquillas americanas de esas que se compran en las cadenas de porquerías alimenticias! Un caso clarísimo de doble personalidad el de este hombre. Quién iba a imaginar que aquel chef tan severo, tan intolerante con todo el mundo en cuanto a la atención a la excelencia, fuera una especie de cerdito vergonzante que se escondía detrás de sus exquisiteces y su soberbia para comer, beber y consumir fruslerías. ¡Un escándalo!
Al vernos boquiabiertos, Madame Cherel, dijo:
—¿Les sorprende? Sí, señores; mi marido es un farsante.
Los tres nos giramos para mirarla.
—¡Pero yo lo amo! —se apresuró a decir, arrepentida de su revelador exabrupto.
—¿Eso piensa usted de su marido, Madame? —preguntó Ferragus.
La dama se llevó las manos a la cabeza.
—¡¿Cómo quiere que me refiera a él después de saber que de nuevo me ha traicionado?!
El inspector no hizo comentario alguno. Se limitó a iluminar el fondo del armario con una linterna pequeña y a remover algunas cosas. Cuando hubo terminado se alejó un poco del mueble; entre las manos llevaba una libreta de tapas oscuras que había sacado de allí. Por espacio de algunos segundos, que a mí me parecieron una eternidad, el altísimo policía examinó la zona mientras nosotros lo observábamos, expectantes.
Madame, ¿cuándo hizo su esposo una copia de la llave de su armario? —se animó por fin el inspector.
—No lo sé, a mí me la dio ayer por la mañana para que la guardara en su despacho en casa.
—¿Fue el propio chef quien sacó la copia?
—Sí, él mismo, sí...
—¿Tiene su marido tanta confianza en usted como para dejar en sus manos la llave de un armario que contiene una libreta como ésta? —preguntó retóricamente Ferragus y mostró al mismo tiempo la libreta en cuestión.
La bella mujer le arrebató el comprometedor objeto y lo hojeó con gran nerviosismo.
—¡Stronzo di merda.…! —masculló entre dientes la italiana.
Ferragus cogió de nuevo la libreta y la guardó en un bolsillo de su chaqueta.
—Es mejor que confiese cómo obtuvo esta llave, Madame.
—¡Le he dicho que Dominique me la dio para que la guardara en su despacho!
—No, usted y yo sabemos que eso no es así —replicó mordaz el inspector—. Su marido no le daría jamás una copia a usted. Además Madame, es muy fácil averiguar si esta llave es el original o una copia, ¿no es así, Braque?
El perplejo maître d´hotel, respondió:
—Sí, tienen una marca, por supuesto.
La compostura de Eugenia Cherel se trastocó por entero, y de mujer elegante pasó (como ya había empezado a dar señales con su grosera explosión hacía un momento) a vulgar fémina ofendida.
—¡¿Cómo se atreve a sospechar de mí, policía de pacotilla?! —y estalló en un llanto tan estridente que el volumen no me permitió interceder por ella ante el inspector.
¿Cómo podía este tipo sospechar que tan frágil mujer pudiera hacerle daño a un hombre grueso y bestial como Dominique Cherel? ¡Qué disparate!
Madame Cherel, tranquilícese —me atreví a decir cuando descendió un poco el nivel de su llanto.
—Usted cállese, que mucho tiene que explicar… —explotó contra mí la pobre mujer acorralada, para evadir la respuesta que el inspector exigía.
—La que tiene que explicarse es usted, Madame Cherel —dijo Ferragus—. Pero si no quiere hacerlo aquí, iremos a la Prefectura donde podrá seguir llorando —dijo Ferragus mientras se encaminaba a la salida.
La bella Eugenia miró desorientada al inspector y cuando aquellos ojos verdes me lanzaron una súplica imperiosa, sólo pude mandarle mi comprensión con la mirada, pues nada podía hacer por ella.
Eugenia Cherel trató de componerse, y al recuperar la altivez que había perdido momentos atrás, dijo:
—Muy bien, señor inspector, hablaré…
El policía se detuvo, sacó su cuadernito de notas y fue a sentarse en uno de los bancos largos frente a los armarios.
—La escucho.
Eugenia suspiró y con tono sosegado, como quien por fin se quita una carga de sus espaldas, confesó:
—Cuando hace dos días Dominique me comentó lo del cambio de llaves en los armarios, yo aproveché la siesta que habitualmente toma antes de venir al servicio de cena y me hice con la maldita llave. Lo más rápido que me fue posible, saqué una copia en la cerrajería del barrio… pero no sé cuál de las dos metí en su llavero, pues eran idénticas.
—¿Por qué lo hizo usted? —preguntó Ferragus.
—Porque sé muy bien que me sigue engañando y que en este armario encontraría la prueba que necesitaba para demostrárselo.
—¿Qué iba a hacer usted con ellas? —cuestionó el inspector—. ¿Pedirle que volviera a cambiar su testamento? Porque todos sabemos que usted tiene mucho más que ganar si él desaparece.
Eugenia Cherel guardó un digno silencio.
—¿No es así? —insistió el impertinente policía con una muy pertinente pregunta.
—Pues ya ve que lo que encontré cuando usted me echó del despacho del chef Leblanc fue una prueba muy distinta: el abrigo que demuestra que mi marido jamás salió de aquí.
—O que usted misma plantó en el armario después de desaparecer a su marido.
—¡Qué insolencia! —exclamé sin poder contenerme.
Ferragus me lanzó una mirada lapidaria y guardé silencio para no empeorar la situación de la bella dama.
—Dígame, Madame —demandó el inspector—, dónde estaba usted entre las doce de la noche y esta mañana.
—En casa. ¿Dónde iba a estar?
—Mire que ahora mismo puedo mandar interrogar al portero de su lujoso edificio, quien no mentirá para salvarle el pellejo —amenazó Ferragus.
El rostro de Eugenia Cherel se iluminó con una sonrisa.
—Muy buena idea. Hágalo inspector, él le dirá que yo permanecí en mi apartamento desde las ocho de la noche hasta esta mañana que salí a la Prefectura para buscarlo a usted.
Un tenso silencio nos cubrió a los cuatro protagonistas de esta absurda escena: una bella mujer torturada por la sospechas de un desconsiderado y confundido policía que sólo daba palos de ciego; un maitre d´hotel nervioso como un gamo; y un servidor, tratando de contener los ánimos de tan vulnerables personajes.
—Inspector, ¿podemos ir a ocuparnos de nuestras obligaciones? —pedí—. Se acerca la hora de la cena y estamos muy retrasados con tantísimas interrupciones.
Ferragus miró inquisitivamente a su alrededor y dijo:
—Usted puede marcharse, pero Monsieur Braque permanecerá conmigo para que un cerrajero abra el armario del chef Leblanc.
—¡Imposible! —exclamó el atribulado maître d´hotel—. De ninguna manera.
—Puedo pedir una orden de registro ahora mismo —amenazó Ferragus—. Aunque por supuesto, tendré que cerrar el restaurante para iniciar una investigación en toda regla.
El semblante de Monsieur Braque se demudó. Vimos cómo aquel hombre pasaba del enrojecimiento intenso a la palidez más absoluta.
—Usted no puede vulnerar el espacio privado de un hombre tan distinguido y digno de confianza como mi chef Leblanc —repuse yo indignado.
—Soy la autoridad, estimados amigos. Así que dejémos ya los desplantes de opereta. Si no manda traer ahora mismo un cerrajero, Braque, aténgase a las consecuencias.
—¡Sí, abra el armario de ese hombre que siempre ha odiado a mi marido! —dijo Eugenia Cherel, echando aún más leña al fuego—. Estoy segura que le ha hecho algo terrible a mi Dominique.
Monsieur Braque, compungido y casi sin voz, dijo:
—Me pone usted en el más embarazoso dilema, inspector.
—Menos melodrama y más diligencia, Braque. Ya sabe cuáles son sus opciones: cerrajero u orden de registro.
En realidad era el destino, la fatalidad, quien había tomado ya la decisión; Braque sólo tenía que ejecutarla. Pero yo no podía consentir bajo ninguna circunstancia que se vulnerara la intimidad de mi chef Leblanc. Antes pasarían por encima de mi cadáver.
Al ver que Monsieur Braque se dirigía cabizbajo a su oficina para cumplir tan innoble encomienda, me coloqué delante del armario de mi chef y exclamé:
 —¡Un momento!
El maître d´hotel se detuvo y se volvió hacia nosotros.
—No hay razón para que se violente el armario de mi chef —dije.
Los tres me miraron intrigados y yo levanté muy alto la cabeza.
—Inspector, confieso que yo maté al chef Cherel.



Capítulo V 


Como si los presentes se hubieran congelado de pronto y el tiempo se hubiese detenido, un espeso silencio cubrió la escena. Pero ese agradable estado de cosas duró sólo unos segundos, pues el fastidioso inspector Ferragus reaccionó de la manera más inapropiada posible ante mi declaración.
—¡Déjese ya de tanta tontería, de Valentin! Quítese de en medio y vaya a atender sus obligaciones que tanto le preocupan, que yo me encargaré de encontrar lo que usted intenta ocultarnos con su desquiciado arrebato.
—Le estoy diciendo, inspector, que yo…
Pero aquel inmenso sujeto me avasalló con su estatura y me hizo a un lado como si fuera un insecto, a pesar de que no soy en absoluto un hombre endeble.
Calle de una buena vez si no quiere que lo detenga por obstruir a la justicia  menazó Ferragus.
   —Sí, eso es lo que debe hacer, inspector. Pero deténgame por el asesinato del chef Cherel.
—Silencio —me ordenó—. Cada vez estoy más convencido de que el escurridizo Leblanc está detrás de este asunto. Así que antes de tomarle declaración a usted por su absurda confesión, voy a abrir este armario. ¡Como que me llamo Ferragus! —tronó el alterado agente de la ley—. ¡Braque, vaya ahora mismo a por el cerrajero!

Aunque ofendidísimo por el desaire y lo ignominioso de mi situación, me sobrepuse, sin embargo, y subí a reconducir la cocina que se había ido a la deriva en mi ausencia.
Noté que Leiva me lanzaba una enigmática mirada que no supe interpretar, pero yo tenía demasiados quehaceres para ocuparme del excesivamente franco y enérgico sous-chef  de repostería, quien, debo confesar, siempre me ha intimidado un poco.
El servicio de esa noche iba a hacer época. Debía demostrarle a mi chef Leblanc que haberme dejado a cargo, a pesar del convulsionado ambiente que se suscitó tras su partida, había sido lo correcto. “Qué orgulloso estará de mí cuando vuelva de su corto viaje de salud a Suiza”, pensé. “Nadie podrá culpar a mi chef de ningún crimen contra Cherel, pues Leblanc estaba ayer muy lejos de aquí, y aunque jamás revelará su paradero por lo delicado de la naturaleza del viaje, no hay prueba alguna contra él”.
En cuanto logré que mi brigada trabajara como reloj suizo (qué coincidencia, suizo, como el médico que mi chef había ido a consultar), empecé a sentirme como un general durante la batalla: con el mando bien sujeto y los instintos aguzados.
Desde lejos divisé al pobre Monsieur Braque, que bajaba hacia los vestidores con un hombre ataviado con rústico atuendo y que portaba un maletín: el cerrajero, presumí. Nada me inquietaba, pues a diferencia del vulgar Cherel, mi chef Leblanc debía tener su armario impecable y digno como él mismo.
Desde la recepción me comunicaron que el libro de reservas estaba rebosante y a diferencia de lo que pudiera pensarse, la noticia me inyectó aun más energía. Y el hecho de que el ministro del interior, Monsieur Putinier, hubiera reservado una mesa para festejar su aniversario de bodas, sólo engrandecía el reto. Y los retos siempre han sido en mi vida un acicate y nunca me han amedrentado.
Sin embargo, nadie hubiera podido anticipar los inverosímiles acontecimientos que se sucedieron aquella noche.

Cuando toda mi brigada estaba trabajando en plena armonía y obedeciendo mis órdenes con total disciplina, los gritos destemplados de una voz que para mí era cada vez más familiar sacaron a todo el personal, y a un servidor incluido, de concentración. ¡Y faltaban sólo quince minutos para iniciar el servicio! “¿Qué pasa ahora?”, me pregunté molesto.
Subiendo por la puerta de servicio, el primero que apareció fue  Monsieur Braque, que se mesaba los cabellos como un desquiciado, seguido de Eugenia Cherel, que daba voces sin que nadie pudiera comprender palabra.
Yo me mantuve impertérrito; alguien en ese lugar tenía que mantener la cordura y dar ejemplo al personal.
Con su desgarbado caminar, entró el inspector Ferragus y, de manera muy ordinaria, me señaló con el índice extendido.
—¿Conque era esto lo que usted quería a toda costa que no descubriéramos?
Yo lo miré, atónito. ¿A qué se refería este hombre que me mostraba una bolsita de plástico? En un momento lo tuve junto a mí. El inspector blandió airadamente frente a mi rostro una bolsa transparente por la que se traslucía una argolla de matrimonio. Yo volví a mirarlo con extrañeza.
—¿Qué le pasa a esa alianza, inspector?
—Que estaba en el armario de Leblanc —respondió con un cierto retintín.
—Pero si mi chef no está casado, inspector —informé al ignorante policía.
Monsieur de Valentin, esta alianza no es de Leblanc…, sino de Cherel; del marido de esta señora —y señaló a la bella Eugenia que ahora yacía en el sillón del despacho de mi chef, auxiliada por una apprenti.
El inspector puso ante mis ojos la alianza sin dejarme tocar la bolsita, y a duras penas pude leer la leyenda grabada en el interior. “Por siempre juntos, tu Eugenia”.
—¿Y este anillo qué prueba, inspector?
—¿Otra vez haciéndose el simpático? —respondió furioso el policía—. Mi buen señor, el intento de ocultar la existencia de esta pieza lo convierte a usted en cómplice de Leblanc.
—¿Cómplice de qué, inspector? ¿Mi chef es culpable de guardar un anillo en su armario?
Ferragus sonrió y con tanto placer como el gato que se relame los bigotes después de haberse comido al canario de la vieja portera, dijo:
—Ayer por la mañana, la esposa de Cherel vio esta alianza en el dedo del chef. Y es la misma que ahora contiene restos... ¿sabe de qué, Monsieur de Valentin?
—¿De qué, inspector? —pregunté yo con toda propiedad.
—¡De sangre! —dijo en tono triunfal el policía.
No perdí la compostura en lo absoluto. Mi mente discurrió veloz, como de costumbre.
—Pero hombre de Dios, ¿usted sabe la sangre que corre en una cocina? Si hiciéramos una inspección, obtendríamos un catálogo de todos los grupos sanguíneos. De hecho, es muy probable que esa sangre ni siquiera sea del chef Cherel, pues es costumbre, una execrable y primitiva costumbre de marcaje territorial, que cuando alguien se corta en la cocina, salpique a quien está junto a él.
Ferragus resopló como agitado sabueso, no sé si por rabia, impotencia o puro turbación.
—Hay mil posibles razones por la que ese anillo pudiera estar en el armario del chef Leblanc… —añadí.
Observé con alarma cómo palpitaban las venas del cuello del buen inspector.
—Lo que haré ahora mismo será clausurar este establecimiento para, de una vez por todas, averiguar qué ha pasado aquí —dijo receloso el inspector.
Por el rabillo del ojo vi a Monsieur Braque que se ponía blanco como un nardo, a punto de un síncope cardiaco. Yo debía tomar en ese instante el timón y salvar al Chez Rostand del naufragio.
—Le ruego, inspector, que me acompañe un momento al despacho de mi chef.
—¡Nada, nada! —exclamó el policía.
—Será sólo un momento, se lo ruego —supliqué con mi tono más convincente y lo tomé suavemente del brazo para guiarlo.
Entramos al despacho donde se encontraba Madame Cherel. Pedí al inspector que tomara el asiento de mi chef para que sintiera el respeto que me inspiraba su jerarquía y, hablando sotto voce, como quien refiere un angustiante secreto, le dije:
—Lo que necesitaba decirle en privado es que estoy francamente preocupado por tener que cancelar —bajé aún más la voz— la reserva de su jefe, el ministro del interior, Monsieur Putinier, por su aniversario de boda, a causa de una investigación tan incierta de asesinato como la que piensa usted emprender.
Nuestro fiel guardián de la ley, el inspector Ferragus, mostró una expresión de seria consternación por mis palabras.
—No quisiera ni pensar en lo que significaría —continué— para Madame y Monsieur Putinier postergar una celebración imposible de postergar, claro está, por una escándalo que muy probablemente terminará en agua de borrajas… ¡Ah! No olvidemos a la prensa que todo lo saca de proporción…
—Mmmm… —rumiaba Ferragus.
—Disculpe, mi querida señora —dije con mi tono más aterciopelado—, pero imaginemos que esta noche llega tan campante el chef Cherel después de una cana al aire. Porque ésta es una mucho más plausible hipótesis que la negra idea que usted, inspector, ha sembrado en nuestras mentes, sobre la posibilidad de que el chef Cherel haya sido herido o asesinado. ¿No es verdad, mi apreciada Madame?
La bella Eugenia clavó en mí su mirada sin piedad, mas con un brillo de simpatía por mis palabras:
—Con este dolor que siento, hasta perdonaría al tarambana de mi marido si entrara ahora mismo sano y salvo por esa puerta.
Dejé que por unos momentos que el silencio despertara el buen juicio de Ferragus y entonces reforcé mi idea:
—Recuerde que yo mismo vi ayer noche al chef tan sano como uno de sus exquisitos soufflés.
Ferragus, con sus largas manos entrelazadas, daba vueltas a sus pulgares y nos miraba alternativamente a Madame Cherel, que languidecía con una belleza digna de un cuadro de Botticelli, y a mí.
Madame, me parece que lo más prudente sería aguardar a que su marido vuelva —me atreví a proponer a la dama—. Y le ruego que permanezca aquí para poder confortarla en esta espera.
Ella sólo suspiró; parecía tan cansada la pobrecita...
Ferragus carraspeó y aquello, en espera de su resolución, tensó mi ánimo, pero mantuve la serenidad.
—Sólo porque viene el ministro Putinier —refunfuñó Ferragus— pospondré la investigación, pero no me moveré de esta cocina en toda la noche.
—¡Ah, qué alivio tan grande, inspector! Es usted un gran hombre y la nación se lo reconocerá. Imagínese usted a un ministro enfurecido.
—Basta, basta —replicó un tanto envanecido el policía—. Pero no se fíe de mi buena fe, porque vigilaré todos sus movimientos y no le daré respiro, por si quiere prevenir a su adorado chef.
—Puede estar usted completamente tranquilo, pues ni mi chef ni yo poseemos ese vulgar aparato de comunicación que es el teléfono portátil y nadie tiene permitido tenerlo en cocina, por supuesto. Además, puede vigilar todas las llamadas que salgan de esta casa.
—Bien, bien —dijo Ferragus.
Con la inmensa paz que me produjo saber que la reputación del Chez Rostand estaba salvada, respiré aliviado e ideé un premio por tan brillante resolución.
—Estimado inspector, no puedo hacer menos que ofrecerle el mejor de mis menús. Le ofrezco una cena digna del comisario general, ¡qué digo, si le haré el mismo menú que el comisario en persona degustó el año pasado! Escoja la mesa que prefiera y será mi invitado de honor.
Yo sabía que un ofrecimiento como éste ablanda el corazón del más duro de los espíritus y esta vez tampoco me equivoqué.
—De acuerdo, de Valentin —dijo el inspector con una mal disimulada sonrisa que denotaba la exaltación de sus sentidos—; acepto, porque algo tengo que comer mientras esperamos.

Cuando Ferragus hubo salido del despacho de mi chef, Eugenia Cherel yacía como una diosa en el sofá, apenas cubiertas sus piernas por el argénteo abrigo.
Madame, entiendo su angustiosa situación, pero quiero que sepa que soy su más devoto servidor.
Ella levantó los hermosos ojos para mirarme, agradecida.
Monsieur de Valentin, he aceptado esto con resignación pues sé muy bien que mi marido veía esa alianza como un estorbo y no con cariño. A pesar de habérsela visto puesta esa mañana, pudo haberla dejado en cualquier sitio para facilitar su conquista —me confesó acongojada—. Es un monstruo y no sabe usted cómo me trata…
—No puede existir un hombre, con perdón de usted, tan insensato, más aún, tan loco como para no cuidar de un ser tan angelical con veneración.
—Mi vida es un calvario junto a ese hombre, pero es mi marido y le debo respeto y cariño.
—Es usted una noble dama que merece la felicidad, bella signora.
Dejé a Madame Cherel bien cobijada y prometí traerle el caldo más reconfortante que hubiera tomado nunca.

Al salir del despacho me alisé la filipina, reacomodé mi alto gorro, ajusté el pañuelo y cuando me sentí bien armado de la investidura de brigadier culinario, me situé al frente de mi ejército.
Monsieur Braque me lanzó una mirada de agradecimiento y a tono con su inconfundible manierismo, me lanzó un beso con la mano; sí, un beso.
—¡A dar el mejor servicio! —ordené con voz firme.
Oui, chef! —respondieron todos al unísono.
En plena efervescencia del arranque, sin tacto alguno, Ferragus se me aproximó por la derecha. A punto estuvo de abrasarlo por la sartén del chef rôstisseur. ¡Qué hombre!
—Será mejor que me instale a degustar la prometida cena ahora mismo, de Valentin —me dijo.
—Perfectamente, inspector —respondí deseoso de que saliera de ahí cuanto antes—; pediré a Braque que lo siente en la mejor mesa del salón e iré mandándole exquisiteces.
El rostro anguloso del policía rezumaba sudor por el deleite que sabía que le esperaba, cuando a nuestras espaldas escuchamos una voz nítida y potente:
—¡Buenas noches a todos!
Mi chef Leblanc, alegre y enérgico, nos saludaba ignorante de las tribulaciones que habíamos pasado durante esa larguísima jornada.
—¡Ya estoy aquí, de Valentin! —dijo mientras se acercaba—. ¡Buen trabajo, buen trabajo!
El inspector Ferragus preguntó:
—¿Monsieur Leblanc?
—El mismo —respondió mi chef—. ¿Qué hace este individuo dentro de mi cocina?
—Este individuo —dijo Ferragus furioso— es el que lo detiene a usted como sospechoso de la desaparición del chef Cherel. Así que a partir de este momento, para usted, soy el inspector Ferragus. ¡Andando!
Mientras el policía tomaba del brazo al perplejo chef Leblanc, Ferragus no pudo dejar de echarle una nostálgica, casi trágica mirada al plato de fois que ya no se comería.
Yo quedé demudado de estupor. “¿Cómo saldremos de esta?”, me pregunté.


Capítulo VI

—¡¿Qué pasa?! —gritó mi chef Leblanc, perplejo, mientras el pedestre y altísimo inspector lo arrastraba del brazo.
—Calle y camine —ordenó Ferragus, irrespetuoso.
Me lancé a la puerta para detener tan terrible atropello, pasando por encima de cocineros y tirando unos cuántos utensilios a mi paso.
—¡Mi chef, no se preocupe por nada! Este hombre cree que usted tiene alguna responsabilidad en la desaparición del chef Cherel, pero todo se aclarará.
—¡¿Cherel desapareció?! —preguntó mi chef extrañadísimo.
Pero antes de que pudiera responderle, Ferragus me echó a un lado ¡por segunda vez ese día!, y siguió su camino hacia la escalera para salir por la puerta de servicio del sótano.
Al girarme encontré a mi brigada estupefacta, el servicio detenido, los murmullos incontenibles. “¡Esto no puede ser!”, pensé. “Aunque estemos en guerra, el servicio tiene que seguir”, y sobreponiéndome a tan terrible golpe, me lancé al frente y grité:
—¡Todo el mundo a sus puestos ahora mismo!
Oui, chef!
—¡No quiero oír ni un murmullo!
Oui, chef!
Monsieur Braque temblaba como una damisela asustada, mientras la bella mujer que estaba en el despacho asomada a la puerta, miraba la escena como hipnotizada.
Monsieur Braque, repóngase ahora mismo, que los comensales no esperan.
El buen hombre asintió obediente, y agradecido por mi entereza salió presuroso al comedor. Los camareros retomaron su dinamismo y, en cuestión de segundos, el devenir de la cocina se encarriló de nuevo. Ahora sí podía delegar un momento mi puesto al chef tournant para asistir a la dama en desgracia.
Madame —le dije llevándola del brazo suavemente al sofá—, usted debe descansar… Tome el caldo que le he preparado y en cuanto se sienta más repuesta, le pediré un coche para que la lleve a casa.
—No, no quiero separarme de usted, chef —dijo aquella mujer desvalida—, necesito su consuelo en estos momentos tan angustiosos.
—Estaré siempre a su lado, Madame.
—¿Qué va a ser de mí sin Dominique? Yo sabía que el canalla tarde o temprano me abandonaría por otra.
—Primero debemos actuar con honor, Madame, y explicarle esto mismo al inspector Ferragus, que ha detenido tan injustamente a mi chef Leblanc. ¿Verdad, querida señora?
La dama me miró resignada y le acerqué la cuchara con el bendito caldo. Ella lo sorbió como una niña pequeña, dócil y delicada.

Noche más ajetreada no he tenido en mi vida. Después de terminar el servicio, que modestia aparte fue todo un éxito, llevé a Madame a su casa y fui presuroso a la comandancia en auxilio de mi chef.
Como era de esperarse, los guardianes de la ley me hicieron muy difícil el acceso. No fue sino hasta que pude abordar a Ferragus, que me enteré de la situación del gran chef tres estrellas Michelin.
—Puede usted pasar a verlo, de Valentin, cómo no, ahora que todavía se encuentra en este recinto, pues será transportado a su destino final, en cuanto complete el papeleo de su detención formal ante Monsieur le Procurer.
—¿Qué está usted diciendo, inspector? —pregunté impactado.
—Su famoso chef, el impoluto Leblanc, ha confesado su crimen contra Cherel —dijo muy orondo Ferragus.
—¡Está usted loco! —exclamé, sin poder contenerme.
—Yo no, señor mío; su mentor. Está muy claro, no pudo más con los celos que le tenía a su dulce rival —dijo el policía, tratando de hacerse el chistoso ante tan trágica situación.
—Necesito verlo ahora mismo —exigí renuente a creerle, pues pensé que era la indigna manera del inspector para que yo revelara dónde había estado mi chef durante su ausencia.
—Ahora mismo lo acompañan a verlo —respondió el hombre, sin intentar ninguna otra treta.

Me llevaron al inmundo cuartucho en el que tenían confinado a mi chef. ¡Tratar así a un hombre de su categoría...!
—¡De Valentin, por fin llegas! —me abrazó mi chef y yo respondí con efusividad a su gesto para reconfortarlo.
Lo llevé a que nos sentáramos muy cerca el uno del otro para hablar con mayor intimidad. No me fío yo de los policías; no pueden evitar espiar a todo el mundo, lo llevan en la sangre.
—Me dice Ferragus que usted ha confesado no sé qué tontería.
—Sí, Jérôme ¿Qué otra cosa podía hacer? Si confieso dónde he estado, me perderé para siempre —se lamentaba mi chef.
—¡Habráse visto qué atrocidad! Usted debe rectificar ahora mismo; decir que su confesión fue producto del estado de shock en el que se encontraba. Ya inventaremos una coartada para estos dos últimos días —respondí de manera categórica.
El rostro de mi chef se descompuso y, bajando la vista, me confió su hondo pesar.
—No Jérôme, esta es la salvación que me ha caído del cielo.
—Qué locura. ¿Por qué?
—¡Porque tengo pólipos nasales, mi querido discípulo! Tienen que hacerme una cirugía con la cual ni siquiera me garantizan la recuperación completa de mi olfato —dijo a sottovoce y se rebuscó en los bolsillos para sacer un papelito—. Escucha, escucha, se llama sinusal endoscópica funcional. ¡Qué nombre horrible es ese! Como el destino que me espera.
—Los médicos a todo le ponen nombre rimbombante para hacerse notar, mi chef. Usted no debe preocuparse.
—Es mi ruina, Jérôme. Mi ruina. Mejor será ir preso por la desaparición del gordo repostero. Eso me salvará del descrédito.
—No diga usted barbaridades.
Aquel buen hombre, el mejor que yo he conocido, se puso en pie y con la espalda encorvada se dirigió al ventanuco, por donde un cielo purpúreo anunciaba el nuevo día.
—Mi chef —dije con vehemencia para captar su atención—, si usted mantiene su confesión y en cualquier momento aparece el inopinado Cherel, sólo imagine la comidilla, la burla en la que usted se convertirá del propio Cherel y de todo el mundo. La noticia viajará a todos los confines de la tierra. Y entonces sí, el gran chef Leblanc, se cubrirá de escarnio: ¡la ignominia!
El chef se quedó mirándome muy pensativo, y la expresión de su rostro pareció transformarse de una máscara de trágica resignación a la de la angustiosa fatalidad.
—¡Pero ya he confesado!
—Pues desconfiesa, mi chef. Y ya está —respondí resuelto—. Alegará usted tortura psicológica y vamos a ver a quién va a creer el juez, si a usted o a este inspectorzucho.
—Es imposible. Rechacé los servicios del abogado que me mandó el dueño del Chez Rostand, Monsieur Drago. ¡Estoy perdido! Soy tan torpe, Jérôme, tan torpe —gemía mi chef.
—Nada de eso. Usted se encuentra en un estado de máxima turbación a causa de su dolencia. Pero eso sólo lo sé yo y nadie lo sabrá jamás, mi chef. Haré lo que sea necesario, antes que permitir que su secreto sea público…
Fuimos interrumpidos por el inspector Ferragus, que entró en el cuartucho con afectado talante.
—Basta ya de charletas. Si se empeña, Leblanc, en comparecer ante el señor magistrado sin estar presente su abogado, está en su derecho, pero este señor nada tiene que hacer aquí, a menos que tenga credenciales que no conozco además de la de cocinero —dijo en tono de mofa.
—No seré jurista, señor inspector, pero desde ahora le digo que mi chef va a rectificar ahora mismo la absurda confesión que usted le arrancó con malas artes.
—No, mi estimado de Valentin, se equivoca; la confesión está grabada y testificada en toda regla. No será tan fácil retractarse. Este caso está ya en manos de Monsieur le Procurer.
Me levanté con decisión y dije:
—Inspector, arrésteme usted, yo confieso haber matado al chef Cherel.
La carcajada que el agente de la ley soltó en mi cara fue de antología.
—Esa jugarreta ya la usó usted antes, ¿lo recuerda? Hágale un favor a su patrón y avise a su abogado que vuelva, pues Leblanc está en una situación muy delicada.
—Pero le puedo demostrar…
Antes de que pudiera completar mi frase, Ferragus, asomó su desagradable cara por la puerta y llamó a uno de sus compañeros.
—¡Oficial, llévese a este hombre y si vuelve por aquí lo detiene por obstruir la justicia! Y esta vez va bien en serio, de Valentin.
Fui groseramente arrastrado a la calle, pero me mantuve estoico en todo momento y no perdí la compostura sino para gritarle a mi chef:
—¡Guarde silencio, mi chef! ¡Pronto lo sacaremos de aquí!

Pasé a casa un momento para darme una ducha que me cayó como un bálsamo.
A pesar de la desconfianza que le inspiraba a mi chef el abogado del patrón (por no querer confesar su dolencia, esto está claro), esperé a una hora prudencial, las siete de la mañana, y llamé a Monsieur Drago para rogarle que mandara de vuelta a su defensor en auxilio de mi chef en este penoso malentendido, y también para que quedara a resguardo de una filtración a la prensa carnicera. Me aseguró que así lo haría y me pidió (más precisamente, me ordenó) que bajo ningún motivo abandonara mi puesto en el Chez Rostand.
Obedecí, no por su exigencia, sino porque era lo mejor para mi chef; desde ahí podía cuidar de sus intereses.
Sin perder un momento volví a mi cocina. Debía tener todo controlado para enfrentar la situación en la que mi chef Leblanc se había colocado a sí mismo por esa alocada confesión.
Al medio día, con la mise en place y las especialidades del día consensuadas con Monsieur Braque, pasé al despacho de mi chef para tener un poco de privacidad y llamar a Madame Cherel.
—Mi querida señora, ¿cómo se encuentra? ¿Alguna novedad?
—Ninguna. Y no la habrá ya, querido Jérôme.
Sí, “querido”; esa fue la palabra que salió de sus labios.
—Mi chef está detenido injustamente y yo, angustiadísimo, Madame, angustiadísimo.
—Todo se aclarará y el mundo se enterará de que he sido vilmente abandonada por mi marido.
—Por lo tanto, mi querida señora, el mundo sabrá que Dominique Cherel es un necio. Usted perdone, pero es así.
Prometí cuidar de ella con el mayor respeto y dedicación y no corté hasta que la escuché más tranquila.

El servicio de comida transcurrió con cierta tensión entre el personal de mi cocina. Podía escuchar a mis espaldas los tímidos cuchicheos sobre la situación de mi chef y la desaparición de Cherel. No iba yo a honrar los rumores, así que ignoré todo lo que no tuviera que ver con mi arte y mantuve el mando bien firme.
A eso de las tres y media de la tarde, cuando ya sólo unos pocos comensales permanecían en el salón —entre ellos la baronesa Ferdinand de Bélgica con su nueva conquista—, entró Monsieur Braque llevándose las manos a la cabeza mientras se acercaba a mí.
—De Valentin, la baronesa quiere el zabaglione que el chef Leblanc le prepara siempre. ¿Qué hacemos? ¿Lo consulto con el sous-chef Leiva?
—De ninguna manera; dígale a la baronesa que yo se lo prepararé.
 —Estupendo —dijo aliviado el maître d´hotel—. Voy a pedirle a Leiva que nos dé el vino marsala del chef Cherel para que quede perfecto.
Monsieur Braque anunció a la baronesa que le llevaría un zabaglione de mi creación y la sensual señora me mandó llamar a su mesa para darme las gracias personalmente.
—¡Pero si usted es mucho más guapo que Leblanc! —afirmó con tal coquetería, que por poco me sonrojo—. ¿Dónde está él?
—Mañana mismo estará de vuelta con nosotros —afirmé—. Ahora mismo le envío su zabaglione, estimada Baronesa.
De regreso a mi cocina encontré a Braque desencajado junto al confiseur al que Leiva le había pedido que trajera el marsala de la reserva de Cherel.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Braque, que respiraba con dificultad, me llevó a un rincón e hizo un gesto a Leiva para que se acercara.
—¿Usted le dijo al muchacho que me entregara este documento tan delicadísimo, Monsieur Leiva? —preguntó Braque con unos papeles en la mano.
—Sí —respondió el sous-chef con su habitual sequedad—. A ver si ya salimos de tanto misterio y tanto relajo en esta cocina.
—¿Qué es esto? —interrogué.
—Este documento que el confiseur encontró en el cajón del chef Cherel puede deshacer el misterio que nos tiene de cabeza —respondió Monsieur Braque con tremenda excitación—. Lea usted el encabezado y lo comprenderá todo.
Adorado Dominique, a sólo dos días de ser tuya para siempre, el mundo y una nueva vida nos espera… —leí a media voz—. ¡Tiene fecha de hace tres días! ¡Mi chef está salvado!
—Llamaré ahora mismo al inspector para que mande a recoger este candente documento —dijo entusiasmado el maître d´hotel .
Leiva me miró con una sonrisa sardónica y volvió a su estación.
Fueron horas de total ansiedad las que pasé a partir de que se encontró el documento. La libertad de mi chef pendía de un finísimo hilo, pero yo estaba confiado en que todo se arreglaría. No había ningún delito que perseguir; un chef casquivano en la consabida edad de reafirmación sexual había desaparecido, nada fuera de lo normal.
Monsieur Braque me informó de que la bendita carta hablaba de la vida de los amantes en el Asia profunda donde nadie conociera al famoso chef y del traspaso de un fuerte capital a la cuenta de aquella misteriosa mujer para que nadie pudiera seguirles la pista. Sí, un autoexilio erótico en toda regla.
—Pobre Madame Cherel —decía el buen maître d´hotel.
—No, al contrario —dije yo—; esa extraordinaria mujer se ha librado de un triste futuro.
Llamé una y otra vez a la Prefectura, pero el odioso Ferragus no me tomó la llamada. Tampoco Monsieur Braque tenía noticias del abogado del patrón. Estábamos a ciegas esperando la resolución y casi mecánicamente terminamos el servicio de la cena. Sí, debo reconocer que no fue el más brillante de mi carrera, pero mi sólido oficio brilló para cumplir sin demérito.

La cocina se iluminó cuando apareció por la puerta el gran chef Richard Leblanc con una sonrisa enternecida por el sufrimiento de horas de detención y de fatal incertidumbre. Los pocos empleados que quedaban aún lo miraron con júbilo y yo me lancé a sus brazos sin poder contenerme.
—¡Mi chef, qué alegría más grande!
—No ha sido nada, de Valentin. Un malentendido de la justicia, que se ha resuelto en pocas horas —decía mi chef, con un falso aplomo para tranquilizar a su brigada; ¡de esa calidad es mi chef!
Como si nada hubiera sucedido, mi chef, se puso manos a la obra en su cuartel general, la gran cocina del Chez Rostand.
Monsieur Braque no cabía en él de contento y concedió a mi chef sin objeciones todas las excentricidades para el menú del día siguiente.
Leiva me lanzó una mirada incisiva con sus penetrantes ojos negros de portugués bravío y yo supe a ciencia cierta lo que quería decirme, así que me acerqué a mi chef.
—Me permito recordarle que debemos nombrar un chef pâtissie. Quisiera comentarle que Leiva se ha comportado como un príncipe repostero; en honor a la verdad, mejor que el propio titular de esa estación.
El gran chef Leblanc sopesó mis palabras, mientras Leiva y yo intercambiábamos cómplices miradas.
—De acuerdo, Jérôme, estará a prueba un tiempo prudencial y si sigue como esperamos, será el próximo chef pâtissier del Rostand. Quién le iba a decir que las faldas de otro lo llevarían él a la gloria —dijo con una risita.
Giré para encontrar la mirada de Leiva y asentí. Por única respuesta, obtuve una cáustica sonrisa.

Cuando por fin nos quedamos solos, mi chef pudo al fin distenderse y abrirme su corazón. Yo había preparado unas cuantas exquisiteces y decantado en una bella jarra de cristal un premier grand cru classé que reposaba en una de las mesas del salón, a donde le pedí a mi chef que me acompañara.
—No te imaginas, Jérôme qué agitación, qué angustia he pasado por el maldito Cherel. A quién se le ocurre abandonarlo todo y huir como un delincuente, dejando la devastación a sus espaldas.
—Eso ya no tiene importancia, mi chef, ahora debe disfrutar de su libertad y de una vida sin aquel malvado repostero.
—Sí, malvado, tú lo has dicho, pues estaba dispuesto a todo por ganarme la partida. Mi breve viaje a Suiza fue muy angustioso no sólo por mi enfermedad, sino porque ese hombre sabía de mi terrible discapacidad.
—Pero eso ya es cosa del pasado.
Mi chef dio un mordisco a la deliciosa terrina montada en pan con un toque de jalea de grosella que le había preparado especialmente para él, y sus pupilas brillaron.
—Delicioso, de Valentin. Exquisito.
—Gracias, mi chef.
—Como te decía, volví con el alma destrozada pensando en el incierto diagnóstico y la venganza que sin duda estaba planeado Cherel.
—Olvidemos todo y pensemos en el futuro, mi chef… Sólo dígame una cosa: ¿qué hacía la alianza de Cherel en su armario?
—Una tontería infantil. Dominique se cortó, fue a lavarse y dejó en junto al espejo su anillo de bodas; yo lo tomé sólo para hacerlo rabiar. Pensaba devolvérselo más tarde. ¡Imagínate que mi pueril broma casi me cuesta la cabeza!
Yo me reí de buena gana.
—Sí, mi buen discípulo —continuó—, los hombres con el paso de los años nos volvemos como niños; necesitamos más y más reafirmación, eso es así. Como Cherel, míralo huyendo con una jovencita para reafirmar su hombría... Pero eso le va a durar poco, ya lo verás, ella se aburrirá de él y entonces... —de golpe, sus ojos emitieron destellos de horror.
—¿Qué le pasa, mi chef?
—¡¿No te das cuenta?! ¡Cuando eso pase, Cherel volverá y se vengará de mí!
Con toda calma llené la copa de mi chef del elixir de burdeos y dije:
—Eso no va a suceder, mi chef.
—¡Claro que sí! No me había dado cuenta, pero ese hombre no puede vivir sin el aplauso. ¡Volverá y me destrozará!
—No, mi chef, no volverá.
—¿Cómo puedes asegurarlo con tanta certeza?
—Porque esta terrina que estamos comiendo está preparada con el hígado del famoso pâtissier —dije sin inmutarme.
La expresión de horror en el rostro de mi chef fue transformándose en paroxismo, pero poco a poco y sin decir palabra logró sosegarse hasta llegar al momento sublime en el que dio el último mordisco a mi terrina.
—Cherel —expliqué— bajó esa noche a los vestidores y, viendo que no quedaba ya nadie en el todo el restaurante, sacó su verdadera cara y empezó a amenazarnos con que al día siguiente revelaría nuestro secreto. Hablaba con tanta saña, con tan mala intención y con tanta violencia que, por primera vez en mi vida, perdí el control y le clavé el cuchillo de chef que tenía en mi armario abierto. Le ahorro los escabrosos detalles de mi labor de limpieza, pero por supuesto, como impecable chef que soy (perdonando la inmodestia), en una cuantas horas el famoso y malvado chef Cherel había desaparecido.
—Pero ¿y la carta de esa mujer?
—No imaginé que las cosas se complicaran tanto y, por supuesto, estaba preparado para mostrar las pruebas de mi crimen en cuanto hiciera falta, pero la propia debilidad de carácter de Cherel me dio la salida para que nadie pagara por un asesinato más que justificado, en defensa propia, diría yo… Al ver el libro de reservas de esa noche encontré el nombre de la baronesa Ferdinand, que invariablemente le pide a usted un zabaglione, y me puse manos a la obra escribiendo, con mis dotes de fina caligrafía, una carta que planté en el cajón del chef Cherel. Todo salió a pedir de boca, y ahora mismo usted y yo estamos degustando un plato exquisito, cortesía del chef Cherel.

Once meses han pasado desde esa cena con mi chef Leblanc. Su dolencia no mejoró sensiblemente con la cirugía, pero hemos hecho un equipo tan compacto y eficiente que nadie se ha percatado del problema. Cada día mi chef delega más en mí la cocina del Rostand, y está con planes serios de retirarse a la Camargue a criar caballos, que es su segunda pasión. Mi Eugenia, pues ya desde hace meses es mi Eugenia, está esperando el momento en que la declaren formalmente divorciada para poder casarse con un servidor. Mientras tanto, yo la venero y cuido de ella tal y como prometí.
    En unos pocos días estaremos de manteles largos, larguísimos, en el Chez Rostand, festejando la confirmación de nuestra tercera estrella Michelin.

 

 

“El misterio del Chez Rostand”

un folletín en seis capítulos

finaliza aquí



© Ana Colchero, 2013. Todos los derechos reservados

15 comentarios:

  1. ¡¡para cuando el segundo capitulo!! muy bueno, saludos desde Monterrey, Nuevo León, México.

    ResponderBorrar
  2. ¡Caray, Ana! Es genial. Como dijo cierto torero: En dos palabras: Im... presionante.

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. ¡¡Cibeles querida, eres encantadora!! Mil gracias

      Borrar
    2. ¡¡Cibeles querida, eres encantadora!! Mil gracias

      Borrar
  3. Hola Ana, gracias por el capitulo, y ya nos quedamos enganchados. La foto salio muy bien solo recordamos que la tomo este compa: "La Pulquera" DR© Desesperado 3/XI/2001.
    Saludos de los Zurdos

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. Hola compañeros de Los Zurdos, gracias por el comentario. Ya cambié el nombre del fotógrafo. Saludos

      Borrar
  4. Muy buen capitulo, no suelo leer en linea pero me llamo la atencion y la verdad me gusto mucho. Felicidades.

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. ME ALEGRO MUCHO, ESPERO QUE TE GUSTE EL CAPITULO DOS. MUCHOS SALUDOS

      Borrar
  5. Me los descargo y los leo a ver que tal!

    ResponderBorrar
  6. lo leí en PDF, me gustó, creí por un momento que ambos chefs habían emprendido un viaje juntos para limar asperezas. Gracias por compartirlo

    ResponderBorrar
  7. Me dejas pensativo, y sin aliento. Ana Colchero. Cuando el suiguiente capitulo.

    ResponderBorrar
  8. Muy muy bueno! Te mantiene en un suspenso indescriptible. Felicidades Anita.

    ResponderBorrar
  9. Simplemente me EN-CAN-TO
    Felicidades Ana

    ResponderBorrar
  10. Excelente lectura,,,me engancho de principio a fin,,,muchas gracias Ana,lo disfrute mucho.
    Por favor,si tienes algo mas de tu trabajo email me el link a silveyraluis10 @yahoo.com
    No conocía esta faceta tuya,,,tengo que decir que me fascino, gracias de nuevo.

    ResponderBorrar